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“Canción para Hercilia”: Karen Denisse Peña

 

 

Canción para Hercilia

Karen Denisse Peña | gAZeta joven / INSOMNES

Yo la veía, absorta, usando el metate para moler los tomates, el miltomate, el chile pasa y la pepitoria. Era hipnotizante ver ese cuerpo pequeño pero repleto de carnes, cual una venus de Neanderthal, cubierto de una piel tostada, moviéndose acompasadamente para hacer el recado. Las tetas colgantes danzaban, de atrás para adelante, igual que las nalgas, mientras todos los menjurjes salían deshechos en ese caldo de un todo virginal, ¡salvaje!

Yo era experta moviéndome entre las sombras y podía ver la vida que transcurría en silencio aun en el más escandaloso bullicio. Sentía que una especie de calostro mágico brotaba de sus ubres y por eso todo lo que cocinaba sabía delicioso. El arroz con chipilín, el caldo de todos los días, con algunas tartaritas de harina y perejil, el pollo en chicha y hasta el más simple arroz, sabían diferente.

Crecí creyendo que, así como yo disfrutaba de sus manjares, ella también disfrutaba de hacerlos. Pero no era así en realidad, conforme mi mente fue abarcando más nudos de navegación y mi alma intuyendo más profundidad, me di cuenta de que sufría todo el tiempo, a pesar de su risa sonora y vulgar que enseñaba toda su dentadura chimuela. Poco a poco aprendí que era golpeada por mi bisabuela cuando las cosas no salían como ella ordenaba, que había parido dos hijos sin padre y eso la ataba. Más adelante, cuando ya tuve mi menarquia, ella se vendía a los hombres, escabulléndose por las tardes polvorientas cuando la bisabuela dormía y la actividad del poyo y la pila paraban.

De alguna manera escuché esas conversaciones con mi madre, que era algo así como su confidente, además de ser su prima. Pero ella contaba las experiencias como un secreto juguetón, con tono de contar una aventura que en el fondo disfrutaba. Eso es algo que está impreso en el sexo, aunque sea por explotación, necesidad, piedad o placer, siempre se suele contar la historia sonriendo o como si fuera algo que a huevo hay que aparentar que se disfruta.

De todos modos, creo que ella siempre había encontrado en su apetito erótico, una especie de pasadizo a algo que podría ser la libertad, aunque en realidad trajera sinsabores.

Para mí, verla vivir y disfrutar de sus platillos, cuando me empezó a brotar alguna conciencia, era pasar por el doloroso trance de montar las carretas jaladas por cabritas. Nunca me gustó que me impusieran tal divertimento, solo sufría imaginando que sus lomos y sus patas flacuchas eran forzados a jalar a un mocoso impertinente, a quien supuestamente estaban complaciendo. Yo me comía hasta el último de sus arroces y lamía la hoja de plátano que envolvía sus tamales, solo por el placer del gusto.

Chila, Chilita,
Muñequita, le dijo el ratón
ya no llores tontita, no tienes razón,
Tus amigos no son los del mundo,
porque te olvidaron en este rincón…(1)

Todos fuimos envejeciendo, cada uno en sus términos. Hercilia sacó adelante a dos hijos a puro instinto e intuición, les dio lo que ella nunca tuvo, era cruel para corregir, violenta, pero ¿qué podía esperarse de una criatura que se crió entre manotazos y gritos, sin ropa, sin comida y sin amor?

Después de la muerte de la bisabuela, se fue. Se dejó cuidar por primera vez por sus hijos. Se fue lejos a otro país y ya no hacía el arroz o el caldo del almuerzo. Un día, haciendo los tamales de Navidad, la fulminó un infarto.

No me parece de mal gusto que se haya muerto del corazón, porque ella vivía así, llevada por las vísceras, los impulsos, por la necesidad, por la voluptuosidad, por la rabia, por el abandono, por la lujuria, como bestezuela. Y quizá por eso mismo también, sin pensarlo tanto, la comida que caía de sus manos se llevaba los aromas y sabores de su esencia.

Hercilia, que tenía un nombre germánico, nació en una finca del fin del mundo en Mazatenango, allí creció con los pies descalzos, despreciada por su madrastra y molida a golpes solo por existir. Cuando ya pudo calzarse, corrió y corrió, y al final, sus sueños de libertad fueron a toparse con dos hombres en los que creyó por un momento que la libertad la había llevado a la puerta de algo parecido, como la voluptuosidad. No es casualidad que coger sea la bandera de cualquier emancipación, aunque en realidad no sea para tanto.

De la mano de su incipiente sensualidad, se hizo a los 15 años de un hijo, luego de otro y así se fue quedando retenida bajo el sistema patriarcal de la bisabuela. Fue su sirvienta, su asistenta, su enfermera, su nana, su lazarillo, su bastón y la cocinera. Abarcó todos los roles que tenemos las mujeres, y al final se fue como vino, descalza, corriendo, desnuda y sola.


(1) Fragmento de La muñeca fea, canción de Cri Cri.
Fotografía principal por Gerhard Reus, tomada de Unsplash.

Karen Denisse Peña

Soy médica y psiquiatra. Lo que más me identifica es mi oficio de terapeuta. Comulgo con la psicología profunda, el feminismo y cualquier disposición que sea y deje ser libre. Leo más que escribo, pero se llegó el momento de navegar a través de mi amor a las palabras.

Insomnes

Correo: nerak67@gmail.com

Tomado de Gazeta.gt