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“El Bolo”; Patricia Cortez | NARRATIVA

 

 

 

“El Bolo”

Patricia Cortez | NARRATIVA

 

Este es un cuento, pero dedicado a El Bolo.

La señora viste un traje negro, muy apretado, con un escote considerable que deja entrever un par de melones mal acomodados en un brasier del cual se notan las cintas bastante puercas y sobrestiradas. A su lado, un joven imberbe, con lentes de culo de botella, se relame el incipiente bigote que aparenta acomodar con los dedos. De cuando en cuando, saca del bolsillo de la camisa un peine de plástico con el que trata de aplacar el pelo envaselinado que se niega a permanecer abajo y se empeña en su rebeldía.

En la puerta, dos mujeres nerviosas fuman un cigarro tras otro mientras revisan algo que no logro comprender: «Es que ya es tarde, vos, y esto lo quieren para mañana». Miran de reojo cada tanto para ambas esquinas en donde no hay nadie.

Las sillas están acomodadas en círculos concéntricos. En la primera fila se sientan los que creen que ya saben, cargan folders, portadocumentos o moleskines con forro de cuero y cinta elástica, en donde sobresalen páginas blancas y amarillentas o trozos de servilletas con dibujos o grafías exquisitas. Algunos ríen ruidosamente, otros parecen concentrados en anotar ideas esenciales sobre sus libretas o en tachar con violencia párrafos enteros.

En la segunda y tercera filas nos movemos nerviosos los que tememos al rechazo y enfrentamos la molestia del taller; llevamos en las manos cuadernos escolares, libretas de taquigrafía o agendas viejas. Incluso algunas señoras llevan cuadernos que se nota fueron usados por un niño para hacer planas de primer año de primaria. Nos movemos nerviosos y casi no vemos a los demás.

Las dueñas de la casa añaden más sillas a medida que el espacio se va llenando: es un garage, un lugar donde habitualmente se guardan los autos de la familia y que este día sirve de espacio de terapia, de lugar de reunión o de pretexto para el taller literario, el primero al que puedo asistir.

Los del primer círculo lucen recelosos, algunos ya se conocen y se nota que hay bandos entre ellos. Se escuchan cuchicheos cuando ingresa alguno que parece tener más seguridad, miradas maliciosas o incluso lascivas hacia las mujeres jóvenes, algunas con el uniforme de la oficina o del colegio, que continúan entrando.

El grupo se hace grande, demasiado grande, pienso mientras me acomodo en la segunda fila, en el ángulo más lejano a lo que creo, será la vista que va a tener él.

La semana pasada uno de los de la primera fila leyó su cuento. A mí me pareció maravilloso, pero él le revisó uno a uno sus defectos de construcción y, tengo que decirlo, me quedé asustada.

Yo llevo un folder amarillo en donde metí a la carrera las fotocopias de un texto, me siento desconfiada y lo traje solo porque Miguel me dio el valor necesario. Estuve a punto de no venir hoy.

Se hace el silencio y él ingresa, se sienta y comienza a hablar.

Tiene un estilo pausado para expresarse, cuidadoso, y no se ve como un gran personaje. Él es solo un hombre de mediana edad, bajo y regordete con un bigote simpático y poco pelo, pero habla y voy aprendiendo. No anoto nada, no puedo, le sigo el paso a su erudición y a la cadencia de su voz. Está teorizando, pero yo, acostumbrada a docentes que se elevan en su propio discurso, estoy enamorada de su estilo.

Termina la clase y pide un texto, muchas manos de la primera fila se levantan, un joven rubio le levanta la mano a una muchacha con el uniforme de un banco que mueve la cabeza diciendo «No, no, por favor».

Yo me hundo en la silla, no quiero que me vea, pero su mirada recorre todo el círculo y sucede lo impensable. «Vos, sí, vos la de la blusa de flores, pasame eso que tenés en las manos».

Todos voltean a ver mientras extiendo la mano al ayudante que ya me está pidiendo el legajo, «¿Trajiste copias para todos?», dice y yo, temblando, afirmo que sí.

Todos siguen la lectura en sus pálidas fotocopias mientras yo me aferro a la página que tecleé esta mañana; el cuento es malo, lo sé, lo intuyo, lo he aprendido en estos días de pánico escénico, pero leo hasta el final la página completa. Aún no tengo una computadora que me diga que son solo 500 palabras, que apenas es un esbozo.

Antes de deshilachar las desgracias del texto dice solamente, «Me gusta, tiene garra». Y ya no escucho lo demás. Entiendo que me explique las fallas, y que los demás de la primera fila se atrevan a criticar aún más. Yo no oigo lo que continúan elucubrando los de la primera, a él le gustó y mi cuento tiene «garra». Aún tengo que averiguar lo que significa, pero creo que es algo bueno.

Al salir de ahí, compro una resma de papel y una cinta nueva de la máquina de escribir. «Tengo garra» y con eso me basta para seguir en la faena.

 

Patricia Cortez |

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Tomado de la Gazeta.gt

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